Marilú no cabe en un reportaje
Por Edu Ponces
Foto Eduardo Soteras
Reviso la foto de Marilú en mi computadora una vez más antes de mandar la edición final del foto reportaje del tren. Debo haberla visto unas 50 veces desde el día que la tomé. Me mira con esa expresión intensa y calmada que a los fotoperiodistas les gusta llamar “dignidad”. Está sostenida cómodamente sobre tres puntos de apoyo, sus dos muletas y el único pie que conserva desde el día en que un hombre la empujó de un tren en marcha.
La miro y me mira, y me doy cuenta de cuán poco la conocí en los días que pasamos en el albergue de migrantes de Ixtepec, Oaxaca, y todo lo que sé de ella ahora, tras repasar casi dos horas de entrevistas de audio y vídeo.
Me mira, la miro y me maldigo pensando cómo un retrato, una mirada, incluso todo un reportaje, puede dejar tanto por contar.
Marilú viste elegante en la fotografía. Esa mañana había acompañado al padre Alejandro Solalinde, director del albergue, al programa semanal de radio dedicado a los migrantes que el sacerdote coordina. Ante un viejo micrófono, Marilú le contó su historia a los oyentes de la radio católica de Juchitán, una pequeña ciudad cercana a Ixtepec. Luego cantó. Cerró los ojos y con una voz aguda y entonada sustituyó las tristes historias de trenes y migrantes por una canción. Ningún oyente pudo ver el aspecto de aquella hermosa voz que llenaba las ondas, pero para ellos Marilú vestía elegante ese día.
Tras ella y sus muletas ondean las lonas que protegen del sol a los migrantes que descansan en una de las galeras del albergue que hoy Marilú considera su casa. Su hogar de origen en Guatemala lo dejó atrás huyendo de un hombre que se convirtió en su pesadilla en el mismo momento en que se convirtió en su marido.
Me pregunto cómo esa mirada serena es capaz de esconder recuerdos que a mí, sentado ante la frialdad de una computadora, casi me impiden respirar. La historia de una noche de bodas en que el recién estrenado marido decidió invitar a un amigo a compartir el cuerpo de su mujer, que recibió una paliza como respuesta a sus protestas. Los años de trabajar lavando la ropa de aquellos vecinos que se apiadaban de la que tenía que mantener su casa, dar de comer a sus hijos y pagar el alcoholismo de su marido al mismo tiempo. El día en que, tras haber reunido el valor de separarse y “haber conocido a un hombre bueno”, su marido llenó de gasolina la puerta de su casa con la intención de quemar vivo a quien estuviera dentro, incluyendo sus propios hijos. En ese momento Marilú decidió huir con su “hombre bueno” hacia el norte, a lomos de un tren, sin saber que esos rieles le cobrarían muy caro el trayecto. Atrás quedaron los hijos al cuidado de su abuela. Adelante el “hombre bueno”, que a petición de Marilú siguió el camino. Ahora, dice ella, le llama del norte por teléfono.
Miro la foto y de repente pienso en toda la gente que no sale en esa imagen. Los cientos de hombres y mujeres con los que nos cruzamos en las vías y en los albergues a los que nunca tomé una fotografía y con los que nunca pude hablar. Cientos de miradas que simplemente no puedo recordar porque son demasiadas y pasaron demasiado rápido. Cientos de historias que merecerían, como mínimo, aparecer en un texto como este. Hombres y mujeres en los que no me fijé porque no andaban con muletas o simplemente porque mi cabeza había perdido la capacidad de asumir otra historia terrible más.
Mando el foto reportaje consciente de todas las Marilús de este camino que nunca cabrán del todo en una foto, ni en un reportaje. Nunca habrá el tiempo y el espacio suficiente, nunca todo el que su historia merece. Cada canción seguirá oculta en el ensordecedor grito formado por los cientos de miles de voces que viven huyendo, escondidos en el camino.
La miro y me mira, y me doy cuenta de cuán poco la conocí en los días que pasamos en el albergue de migrantes de Ixtepec, Oaxaca, y todo lo que sé de ella ahora, tras repasar casi dos horas de entrevistas de audio y vídeo.
Me mira, la miro y me maldigo pensando cómo un retrato, una mirada, incluso todo un reportaje, puede dejar tanto por contar.
Marilú viste elegante en la fotografía. Esa mañana había acompañado al padre Alejandro Solalinde, director del albergue, al programa semanal de radio dedicado a los migrantes que el sacerdote coordina. Ante un viejo micrófono, Marilú le contó su historia a los oyentes de la radio católica de Juchitán, una pequeña ciudad cercana a Ixtepec. Luego cantó. Cerró los ojos y con una voz aguda y entonada sustituyó las tristes historias de trenes y migrantes por una canción. Ningún oyente pudo ver el aspecto de aquella hermosa voz que llenaba las ondas, pero para ellos Marilú vestía elegante ese día.
Tras ella y sus muletas ondean las lonas que protegen del sol a los migrantes que descansan en una de las galeras del albergue que hoy Marilú considera su casa. Su hogar de origen en Guatemala lo dejó atrás huyendo de un hombre que se convirtió en su pesadilla en el mismo momento en que se convirtió en su marido.
Me pregunto cómo esa mirada serena es capaz de esconder recuerdos que a mí, sentado ante la frialdad de una computadora, casi me impiden respirar. La historia de una noche de bodas en que el recién estrenado marido decidió invitar a un amigo a compartir el cuerpo de su mujer, que recibió una paliza como respuesta a sus protestas. Los años de trabajar lavando la ropa de aquellos vecinos que se apiadaban de la que tenía que mantener su casa, dar de comer a sus hijos y pagar el alcoholismo de su marido al mismo tiempo. El día en que, tras haber reunido el valor de separarse y “haber conocido a un hombre bueno”, su marido llenó de gasolina la puerta de su casa con la intención de quemar vivo a quien estuviera dentro, incluyendo sus propios hijos. En ese momento Marilú decidió huir con su “hombre bueno” hacia el norte, a lomos de un tren, sin saber que esos rieles le cobrarían muy caro el trayecto. Atrás quedaron los hijos al cuidado de su abuela. Adelante el “hombre bueno”, que a petición de Marilú siguió el camino. Ahora, dice ella, le llama del norte por teléfono.
Miro la foto y de repente pienso en toda la gente que no sale en esa imagen. Los cientos de hombres y mujeres con los que nos cruzamos en las vías y en los albergues a los que nunca tomé una fotografía y con los que nunca pude hablar. Cientos de miradas que simplemente no puedo recordar porque son demasiadas y pasaron demasiado rápido. Cientos de historias que merecerían, como mínimo, aparecer en un texto como este. Hombres y mujeres en los que no me fijé porque no andaban con muletas o simplemente porque mi cabeza había perdido la capacidad de asumir otra historia terrible más.
Mando el foto reportaje consciente de todas las Marilús de este camino que nunca cabrán del todo en una foto, ni en un reportaje. Nunca habrá el tiempo y el espacio suficiente, nunca todo el que su historia merece. Cada canción seguirá oculta en el ensordecedor grito formado por los cientos de miles de voces que viven huyendo, escondidos en el camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario