martes, 5 de mayo de 2009


Las invisibles esclavas centroamericanas
Texto: Óscar Martínez/Fotografías: Edu Ponces
Publicada el 23 de marzo de 2009 - El Faro



Ríen con saña burlona en la mesa del fondo. Allá, en una esquina de este galerón de metal, asbesto y malla ciclón, en la última mesa blanca de plástico, las tres mujeres se desternillan recordando la noche anterior. La razón de la algarabía no queda clara. A unos metros de ellas, solo una frase logra escucharse completa: “Cayéndose andaba el viejo pendejo”. Y las risotadas vuelven a estallar. Esas mismas mujeres escandalosas y pícaras son las que luego van a llorar al hablar de su pasado, al recordar cómo llegaron hasta aquí.

El centro botanero (así llaman en la zona a estas cervecerías) donde resuenan las carcajadas es un predio techado de unos 50 metros de largo por 20 de ancho, con 35 mesas blancas, de plástico y piso de cemento sin losa. Las muchachas han empezado a llegar, unas 25 que trabajan aquí. Al fondo, desde la barra de cemento, ya se despachan baldes de cervezas y pequeños platos con trocitos de carne de res o diminutas porciones de sopa o alitas de pollo. La botana.

Las que a esta hora de la tarde siguen apareciendo por la calle de tierra que llega hasta la puerta del local son ficheras. Meseras del antro, que trabajan por fichas. Literalmente. Círculos de plástico que les dan por cada cerveza a la que consiguen que un cliente las invite. Al final de la noche, cuando poco falta para que aclare el cielo, van a la barra y cobran las fichas que se ganaron bailando con los clientes o sentándose en sus piernas o solo escuchándolos. Cada cerveza, si es para ellas, cuesta 65 pesos (unos 5 dólares). Y si no hay cerveza, no hay compañía de ninguna chica. Las que se ríen al fondo son bailarinas. Esperarán a que llegue la noche para subir al escenario del antro de al lado, conectado al centro botanero por un traspatio terroso, y bailar dos piezas retorciéndose en el tubo de metal, hasta quedar desnudas por completo.

Se ríen de algún cliente que anoche, en su intento por bailar con una de ellas y alcanzarle una nalga, un pecho, una pierna, daba tumbos por el antro, hasta terminar revolcándose en el suelo.

A este centro botanero lo llamaremos Calipso, un nombre muy parecido al de decenas de tabernas del estilo que retumban cada noche en esta zona. No diremos dónde con exactitud se ubica el Calipso, porque ese fue el trato para entrar en él. Pero el sitio exacto es lo de menos. Calipso está en una de las bautizadas como zonas de tolerancia de esta frontera entre México y Guatemala. Está del lado mexicano. Todos son iguales, con las mismas dinámicas y la misma carne. Decenas de antros de prostitución y bailes eróticos que hacen de estos pueblos y ciudades sitios frecuentados por animales de la noche. Una noche de mucho cuidado. Tapachula, Tecún Umán, Cacahuatán, Huixtla, Tuxtla Chico, Ciudad Hidalgo, todas poblaciones donde la diversión huele a baratos aceites de fruta mezlados con sudor, tabaco y alcohol. Todos antros donde el sexo es lo que vende. Y todos, como el Calipso, sitios en los que es muy complicado encontrar a una mexicana, pero donde las hondureñas, salvadoreñas, guatemaltecas y nicaragüenses abundan. Aquí, a pesar de estar en México, la mercancía (como se suele llamar a esas chicas) es centroamericana.

Los dueños de estos antros manejan con hermetismo sus sitios. Al final de cuentas, emplean centroamericanas indocumentadas, y la mayoría de lugares tienen un ala con pequeños cuartuchos donde esas mujeres, tras bailar en la barra, tras fichar con un cliente, terminan encerrándose con él, no sin que éste antes pague en la barra por el servicio. Por ocuparla. Aquí, en esta frontera, las prostitutas, para decir que estaban en uno de esos cuartos con un cliente, dicen: “Me ocupé”. Como si hablaran de dos, una que maneja a la otra, como si el cuerpo que tuvo sexo con ese hombre fuera un títere que ellas ocuparon para el momento.

Al Calipso llegué de contacto en contacto. De una ONG que pidió no mencionar su nombre en este reportaje, a Luis Flores, representante de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), a Rosemberg López, el director de Una Mano Amiga, que trabaja en la prevención del VIH, y que conocía a la administradora del Calipso gracias a que es uno de los antros donde lo dejan dar sus charlas. Él intercedió y ella cedió, luego de una conversación cara a cara y de repetir varias veces las razones, intenciones y temas de los que se hablaría con las muchachas.

Esta administradora es una aguja en este pajar. En otros bares ni a Rosemberg le permiten entrar, y ya ha habido intentos de linchamiento contra periodistas que han querido filmar las zonas de tolerancia. Esta administradora no solo accedió, sino que se encargó de decirle a las muchachas que no tenían por qué desconfiar, que no se trataba de ningún policía encubierto. Una aguja en un pajar.

El ostracismo se ha convertido en un firme candado, ahora que un viejo pero desconocido fantasma atormenta a muchos dueños de bares que prostituyen a niñas y mujeres centroamericanas contra su voluntad. Desde que en 2007 se aprobó en México la ley para prevenir la trata de personas, las organizaciones civiles han aumentado su presencia en foros, y el título “trata de blancas” ha empezado a sonar cada vez más. Y ese título no significa otra cosa que el tráfico de mujeres jóvenes para dedicarlas a la prostitución contra su voluntad. Y ese fantasma es viejo porque la trata ocurre en esta frontera desde hace muchos años. Pero sus mecanismos son finos, y su telaraña difícil de descifrar.

Lejos de la imagen de acción que uno puede generarse en la cabeza: un hombre mal encarado custodiando a niñas enjauladas, la trata en esta frontera sur mexicana es un complejo sistema de mentiras y coerciones que ocurre a diario y de espaldas a la vida normal de los habitantes de estos sitios. Por eso es tan importante hablar con las chicas del Calipso, porque ellas ayudan a entender sobre el terreno este mundo donde la trata es un fantasma. Víctimas o no, ellas contarán lo que deseen. Desconfiadas con toda razón y reservadas ante la palabra trata, una a una, esas tres mujeres que se desternillaban se irán sentando a regalar sus testimonios de oro alrededor de la mesa.

Sola en el mundo

Las carcajadas más estruendosas sin duda son las de Érika (nombre ficticio, como todos los de las prostitutas de las que hablaremos). Un fino chorro de voz, con un deje infantil en él, que aumenta en volumen hasta despuntar en una risa aguda que sale de una boca abierta de par en par y es acompañada por el palmeo de sus manos. Tez blanca, cabello rojizo, rizado, sostenido hacia atrás por una diadema. Hondureña, de Tegucigalpa. 30 años. Bailarina. Rolliza, de piernas y torso grueso, pero de cuerpo curvilíneo. Bajita y alegre. Burlona.

“A ver, papaíto, qué es lo que va a querer, en qué le podemos ayudar”. Érika se sienta en la mesa. Pide una cerveza. Es la 1:30 de la tarde. Después de esta, tomará una tras otra hasta más allá de las 12:30 de la madrugada.

Salió de su país con 14 años y dejó allá a los dos gemelos que parió cuando aún tenía 13. “Iba para el norte”. Y el norte en este camino es Estados Unidos, siempre. “Lo que todos buscamos, una mejor vida”. Venía con otros cinco niños. A ellos “ les pasaron accidentes, y mucho escuchamos que a las mujeres las violaban”. Érika prefirió quedarse. Lo hizo en Huixtla, un municipio de esta zona de burdeles, de este triángulo donde habita ese fantasma del que pocos, muy pocos hablan con claridad. Llegó un lunes o miércoles, no lo recuerda bien. Llegó al hotel Quijote a pedir trabajo.


Marilú no cabe en un reportaje
Por Edu Ponces
Foto Eduardo Soteras


Reviso la foto de Marilú en mi computadora una vez más antes de mandar la edición final del foto reportaje del tren. Debo haberla visto unas 50 veces desde el día que la tomé. Me mira con esa expresión intensa y calmada que a los fotoperiodistas les gusta llamar “dignidad”. Está sostenida cómodamente sobre tres puntos de apoyo, sus dos muletas y el único pie que conserva desde el día en que un hombre la empujó de un tren en marcha.

La miro y me mira, y me doy cuenta de cuán poco la conocí en los días que pasamos en el albergue de migrantes de Ixtepec, Oaxaca, y todo lo que sé de ella ahora, tras repasar casi dos horas de entrevistas de audio y vídeo.

Me mira, la miro y me maldigo pensando cómo un retrato, una mirada, incluso todo un reportaje, puede dejar tanto por contar.

Marilú viste elegante en la fotografía. Esa mañana había acompañado al padre Alejandro Solalinde, director del albergue, al programa semanal de radio dedicado a los migrantes que el sacerdote coordina. Ante un viejo micrófono, Marilú le contó su historia a los oyentes de la radio católica de Juchitán, una pequeña ciudad cercana a Ixtepec. Luego cantó. Cerró los ojos y con una voz aguda y entonada sustituyó las tristes historias de trenes y migrantes por una canción. Ningún oyente pudo ver el aspecto de aquella hermosa voz que llenaba las ondas, pero para ellos Marilú vestía elegante ese día.

Tras ella y sus muletas ondean las lonas que protegen del sol a los migrantes que descansan en una de las galeras del albergue que hoy Marilú considera su casa. Su hogar de origen en Guatemala lo dejó atrás huyendo de un hombre que se convirtió en su pesadilla en el mismo momento en que se convirtió en su marido.

Me pregunto cómo esa mirada serena es capaz de esconder recuerdos que a mí, sentado ante la frialdad de una computadora, casi me impiden respirar. La historia de una noche de bodas en que el recién estrenado marido decidió invitar a un amigo a compartir el cuerpo de su mujer, que recibió una paliza como respuesta a sus protestas. Los años de trabajar lavando la ropa de aquellos vecinos que se apiadaban de la que tenía que mantener su casa, dar de comer a sus hijos y pagar el alcoholismo de su marido al mismo tiempo. El día en que, tras haber reunido el valor de separarse y “haber conocido a un hombre bueno”, su marido llenó de gasolina la puerta de su casa con la intención de quemar vivo a quien estuviera dentro, incluyendo sus propios hijos. En ese momento Marilú decidió huir con su “hombre bueno” hacia el norte, a lomos de un tren, sin saber que esos rieles le cobrarían muy caro el trayecto. Atrás quedaron los hijos al cuidado de su abuela. Adelante el “hombre bueno”, que a petición de Marilú siguió el camino. Ahora, dice ella, le llama del norte por teléfono.

Miro la foto y de repente pienso en toda la gente que no sale en esa imagen. Los cientos de hombres y mujeres con los que nos cruzamos en las vías y en los albergues a los que nunca tomé una fotografía y con los que nunca pude hablar. Cientos de miradas que simplemente no puedo recordar porque son demasiadas y pasaron demasiado rápido. Cientos de historias que merecerían, como mínimo, aparecer en un texto como este. Hombres y mujeres en los que no me fijé porque no andaban con muletas o simplemente porque mi cabeza había perdido la capacidad de asumir otra historia terrible más.

Mando el foto reportaje consciente de todas las Marilús de este camino que nunca cabrán del todo en una foto, ni en un reportaje. Nunca habrá el tiempo y el espacio suficiente, nunca todo el que su historia merece. Cada canción seguirá oculta en el ensordecedor grito formado por los cientos de miles de voces que viven huyendo, escondidos en el camino.
Motivación
Texto. Marcela Zamora
Foto. Edu Ponce




En Ixtepec, estado de Oaxaca, donde los emigrantes toman uno de los tantos trenes que forman la cadena de conexiones que los lleva a EE. UU, encontré una población grande de mujeres emigrantes. Esto me llamó la atención, pues siempre escucho las noticias y reportajes que hablan de los inmigrantes sin rostros. No veo caras: veo fenómenos sociales, estadísticas, política, pobreza, marginalidad. Con las mujeres inmigrantes en Ixtepec me identifiqué, vi caras, reconocí rostros, historias, situaciones, me encontré en estas mujeres.

“La mayoría calla y no habla”, me comentaba Marilú, una joven madre, a quien el tren le mutiló su pie, razón por la cual se ha quedado en Ixtepec ayudando en el albergue para migrantes, mientras espera su prótesis. “Las mujeres cargan un dolor tan grande que las deja mudas; los hombres aquí son los que hablan y cuentan sus historias; nosotras callamos. Si contáramos nuestra vida, el dolor nos pone débiles; y, en este camino, lo menos que podés tener es debilidad”, me asegura, mientras se soba su muñón vendado, pues todavía es muy pronto para descubrir.

Historias como la de Marilú me hicieron ver que las mujeres y los niños en este camino son los más afectados y los más vulnerables. Mientras, me sigue contando acerca de su amiga Genoveva - a quien los judiciales le robaron todo y la dejaron ir, “por gracia de Dios” - al vernos platicar se acerca una joven salvadoreña que me relata cómo a su amiga y compañera de viaje se la llevó el grupo armado llamado “los Z” . Según los EE. UU., este es el más violento en Latinoamérica, y se dedica a extorsionar, secuestrar (cientos al mes), matar y violar migrantes. Su amiga nunca regresó. “Ya hablé a mi casa preguntando por ella, pues es mi vecina, y dicen que desde que salió no han sabido nada de ella", "sabrá Dios qué le hicieron” la ultima frase la dice susurrando y con frustración. Una historia más que contar. Mientras, se reúnen y hablan de sus hijos, del miedo, del dolor, del frío, del futuro que no conocen…

Del tren de la madrugada se baja Diana, callada y asustada, con 2 niños y una bebé de 25 días de nacida. Ella no quiere volver a subirse al tren, pero su marido (que va con ellos) quiere seguir. “Una rama en el tren me tiró el portabebé; y si mi marido no lo agarra, se va a los rieles. Yo estoy recién parida; la bebé nació, aquí en Chiapas, de cesárea. Estoy cansada, ya no tengo suficientes fuerzas para continuar.”

Así como las de ellas, muchas historias no se cuentan porque las mujeres callan. En el camino, sufren en silencio. “Nuestro peor enemigo en el camino es el recuerdo”, asegura Marilú.
Son historias que gritan enmudecidas, que nadie conoce, que nadie escucha, que nadie cuenta. Que, quizás, nadie se imagina.

Siento una gran necesidad de dar voz a estas mujeres, de transmitir sus historias que no tienen suficiente tono para ser escuchadas. La mayoría hablan muy bajo; con miedo, con dolor, con sumisión, como si aún tuvieran al marido a un lado a punto de agarrarlas a golpes.
Estas historias, que las mujeres cargan en sus entrañas, tienen que salir a la luz pública; si no son escuchadas, nadie podrá jamás luchar por sus derechos.

sábado, 2 de mayo de 2009

Trailer del documental "Mujeres en el camino" dirigido por Marcela Zamora, Dirección de forografía keren Shayo y producido por Ruido Photo y El Faro.net.

Sinopsis



El documental es la construcción del viaje de cinco mujeres centroamericanas, cuatro de ellas tomaron la decisión de emigrar a los E.E. U.U, en busca de un mejor futuro para ellas mismas y para sus hijos, los cuales algunas se han atrevido a viajar con ellos y otras los han dejado esperando en sus países de origen. La quinta historia es la de una madre Salvadoreña que busca, desde hace 7 años, a su hija migrante, que al pasar indocumentada, por el territorio mexicano, quedo desaparecida.

Las cinco tomaron el mismo rumbo con la misma esperanza “poder encontrar”; en el trayecto tuvieron que seguir caminos no planeados, que desembocaron en distintos finales.
Marilú, indígena guatemalteca, huye de los golpes de su marido. Busca un refugio y un mejor futuro para sus hijos en los EE. UU. Su vida toma un giro dramático cuando en el viaje un borracho, de una patada, la arroja a los rieles y el tren le arranca su pie derecho. Desde hace dos meses espera una prótesis en el albergue de Ixtepec, estado de Oaxaca, para con ella continuar el camino.

Marilú, por el momento, no está sola. Su mejor amiga en el albergue es Genoveva, salvadoreña, quien tras haber sido abandonada por su marido comenzó a trabajar en una maquila; pero, con la reciente crisis, no le alcanzaba para mantener a sus dos hijos en el colegio. La han regresado tres veces a la frontera con Guatemala, y ahora en Ixtepec hace una pausa para reunir un poco de dinero y poder continuar el viaje. Genoveva a creado lazos muy fuertes con Marilú: la baña, le limpia y cura su muñón, le prepara comida, la ayuda en los quehaceres y en muchas dificultades más que se le han creado a Marilú sin su prótesis.

En el mismo albergue están Diana y su esposo, ambos salieron, desde Telas, Honduras con dos hijos (de ocho y nueve años) y ella con un embarazo de ocho meses y medio. Diana no aguantó la caminata de dos días, de la frontera de Guatemala con México a la primera estación del tren, y su bebé nació en un hospital de Chiapas. A los 25 días de nacida la bebé y ella (operada de cesárea), se subieron al tren y decidieron continuar el viaje. Una rama que le pego al vagón, en el que iba ella con la recién nacida en brazos, casi le bota la bebé a los rieles. Diana está aterrada y no quiere continuar; desea quedarse en el albergue de Ixtepec unos meses, y anima a su marido a que continúe sin ella y los niños.

A cientos de kilómetros de Oaxaca, en Tijuana está el albergue de la Madre Assunta. Ahí Carmen se prepara, una vez más, para cruzar la frontera con EE. UU. (lo hace dos veces por año desde los 30 años). Carmen pertenece a un grupo de prostitutas que se denominan “Las Marías”, que cruzan por lo menos dos veces al año la frontera para trabajar allá. Carmen no sabe de qué nacionalidad es, pues fue vendida por su madre a unos tratas de niños y luego revendida en Chiapas a un tabledance. Diana dice que ella es de nacionalidad inmigrante. No quiere recordar, no quiere saber nada de su pasado; ella vive día a día. Las drogas son su compañia.
El futuro de alguno de estos personajes esta reflejado en la hija de Marta.

Marta tiene 70 años, vive en uno de los cantones más pobres de San Salvador, capital de El salvador y pide en las calles para vivir. Tuvo 7 hijos, dos desparecidos en la guerra, dos muertos de muy niños por enfermedad, le quedaban 3 mujeres, hasta que Jessica, la menor de las tres, a sus 18 años decidió buscar mejor vida en E.E.U.U. Antes de emprender el viaje, le dejó una nieta de un año. Jessica se marchó en el 2001, sola, con la promesa de mandar en menos de 4 meses remesas a Marta. A 7 años de su desaparición en territorio mexicano, Marta no pierde la esperanza de poder encontrarla, viva o muerta.

Ahora, en 2009, una ONG le ha dado por primera vez en su vida, la oportunidad de poder viajar a México en donde emprende una marcha, con 20 mujeres con familiares migrantes desaparecidos, en busca de Jessica.