Las invisibles esclavas centroamericanas
Texto: Óscar Martínez/Fotografías: Edu Ponces
Publicada el 23 de marzo de 2009 - El Faro
Ríen con saña burlona en la mesa del fondo. Allá, en una esquina de este galerón de metal, asbesto y malla ciclón, en la última mesa blanca de plástico, las tres mujeres se desternillan recordando la noche anterior. La razón de la algarabía no queda clara. A unos metros de ellas, solo una frase logra escucharse completa: “Cayéndose andaba el viejo pendejo”. Y las risotadas vuelven a estallar. Esas mismas mujeres escandalosas y pícaras son las que luego van a llorar al hablar de su pasado, al recordar cómo llegaron hasta aquí.
El centro botanero (así llaman en la zona a estas cervecerías) donde resuenan las carcajadas es un predio techado de unos 50 metros de largo por 20 de ancho, con 35 mesas blancas, de plástico y piso de cemento sin losa. Las muchachas han empezado a llegar, unas 25 que trabajan aquí. Al fondo, desde la barra de cemento, ya se despachan baldes de cervezas y pequeños platos con trocitos de carne de res o diminutas porciones de sopa o alitas de pollo. La botana.
Las que a esta hora de la tarde siguen apareciendo por la calle de tierra que llega hasta la puerta del local son ficheras. Meseras del antro, que trabajan por fichas. Literalmente. Círculos de plástico que les dan por cada cerveza a la que consiguen que un cliente las invite. Al final de la noche, cuando poco falta para que aclare el cielo, van a la barra y cobran las fichas que se ganaron bailando con los clientes o sentándose en sus piernas o solo escuchándolos. Cada cerveza, si es para ellas, cuesta 65 pesos (unos 5 dólares). Y si no hay cerveza, no hay compañía de ninguna chica. Las que se ríen al fondo son bailarinas. Esperarán a que llegue la noche para subir al escenario del antro de al lado, conectado al centro botanero por un traspatio terroso, y bailar dos piezas retorciéndose en el tubo de metal, hasta quedar desnudas por completo.
Se ríen de algún cliente que anoche, en su intento por bailar con una de ellas y alcanzarle una nalga, un pecho, una pierna, daba tumbos por el antro, hasta terminar revolcándose en el suelo.
A este centro botanero lo llamaremos Calipso, un nombre muy parecido al de decenas de tabernas del estilo que retumban cada noche en esta zona. No diremos dónde con exactitud se ubica el Calipso, porque ese fue el trato para entrar en él. Pero el sitio exacto es lo de menos. Calipso está en una de las bautizadas como zonas de tolerancia de esta frontera entre México y Guatemala. Está del lado mexicano. Todos son iguales, con las mismas dinámicas y la misma carne. Decenas de antros de prostitución y bailes eróticos que hacen de estos pueblos y ciudades sitios frecuentados por animales de la noche. Una noche de mucho cuidado. Tapachula, Tecún Umán, Cacahuatán, Huixtla, Tuxtla Chico, Ciudad Hidalgo, todas poblaciones donde la diversión huele a baratos aceites de fruta mezlados con sudor, tabaco y alcohol. Todos antros donde el sexo es lo que vende. Y todos, como el Calipso, sitios en los que es muy complicado encontrar a una mexicana, pero donde las hondureñas, salvadoreñas, guatemaltecas y nicaragüenses abundan. Aquí, a pesar de estar en México, la mercancía (como se suele llamar a esas chicas) es centroamericana.
Los dueños de estos antros manejan con hermetismo sus sitios. Al final de cuentas, emplean centroamericanas indocumentadas, y la mayoría de lugares tienen un ala con pequeños cuartuchos donde esas mujeres, tras bailar en la barra, tras fichar con un cliente, terminan encerrándose con él, no sin que éste antes pague en la barra por el servicio. Por ocuparla. Aquí, en esta frontera, las prostitutas, para decir que estaban en uno de esos cuartos con un cliente, dicen: “Me ocupé”. Como si hablaran de dos, una que maneja a la otra, como si el cuerpo que tuvo sexo con ese hombre fuera un títere que ellas ocuparon para el momento.
Al Calipso llegué de contacto en contacto. De una ONG que pidió no mencionar su nombre en este reportaje, a Luis Flores, representante de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), a Rosemberg López, el director de Una Mano Amiga, que trabaja en la prevención del VIH, y que conocía a la administradora del Calipso gracias a que es uno de los antros donde lo dejan dar sus charlas. Él intercedió y ella cedió, luego de una conversación cara a cara y de repetir varias veces las razones, intenciones y temas de los que se hablaría con las muchachas.
Esta administradora es una aguja en este pajar. En otros bares ni a Rosemberg le permiten entrar, y ya ha habido intentos de linchamiento contra periodistas que han querido filmar las zonas de tolerancia. Esta administradora no solo accedió, sino que se encargó de decirle a las muchachas que no tenían por qué desconfiar, que no se trataba de ningún policía encubierto. Una aguja en un pajar.
El ostracismo se ha convertido en un firme candado, ahora que un viejo pero desconocido fantasma atormenta a muchos dueños de bares que prostituyen a niñas y mujeres centroamericanas contra su voluntad. Desde que en 2007 se aprobó en México la ley para prevenir la trata de personas, las organizaciones civiles han aumentado su presencia en foros, y el título “trata de blancas” ha empezado a sonar cada vez más. Y ese título no significa otra cosa que el tráfico de mujeres jóvenes para dedicarlas a la prostitución contra su voluntad. Y ese fantasma es viejo porque la trata ocurre en esta frontera desde hace muchos años. Pero sus mecanismos son finos, y su telaraña difícil de descifrar.
Lejos de la imagen de acción que uno puede generarse en la cabeza: un hombre mal encarado custodiando a niñas enjauladas, la trata en esta frontera sur mexicana es un complejo sistema de mentiras y coerciones que ocurre a diario y de espaldas a la vida normal de los habitantes de estos sitios. Por eso es tan importante hablar con las chicas del Calipso, porque ellas ayudan a entender sobre el terreno este mundo donde la trata es un fantasma. Víctimas o no, ellas contarán lo que deseen. Desconfiadas con toda razón y reservadas ante la palabra trata, una a una, esas tres mujeres que se desternillaban se irán sentando a regalar sus testimonios de oro alrededor de la mesa.
Sola en el mundo
Las carcajadas más estruendosas sin duda son las de Érika (nombre ficticio, como todos los de las prostitutas de las que hablaremos). Un fino chorro de voz, con un deje infantil en él, que aumenta en volumen hasta despuntar en una risa aguda que sale de una boca abierta de par en par y es acompañada por el palmeo de sus manos. Tez blanca, cabello rojizo, rizado, sostenido hacia atrás por una diadema. Hondureña, de Tegucigalpa. 30 años. Bailarina. Rolliza, de piernas y torso grueso, pero de cuerpo curvilíneo. Bajita y alegre. Burlona.
“A ver, papaíto, qué es lo que va a querer, en qué le podemos ayudar”. Érika se sienta en la mesa. Pide una cerveza. Es la 1:30 de la tarde. Después de esta, tomará una tras otra hasta más allá de las 12:30 de la madrugada.
Salió de su país con 14 años y dejó allá a los dos gemelos que parió cuando aún tenía 13. “Iba para el norte”. Y el norte en este camino es Estados Unidos, siempre. “Lo que todos buscamos, una mejor vida”. Venía con otros cinco niños. A ellos “ les pasaron accidentes, y mucho escuchamos que a las mujeres las violaban”. Érika prefirió quedarse. Lo hizo en Huixtla, un municipio de esta zona de burdeles, de este triángulo donde habita ese fantasma del que pocos, muy pocos hablan con claridad. Llegó un lunes o miércoles, no lo recuerda bien. Llegó al hotel Quijote a pedir trabajo.
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